Por Juan Antonio García Borrero
En 1963 tuvo lugar en Cuba la única gran polémica que se ha protagonizado en la isla con relación al cine. El cine cubano ha vivido mil momentos polémicos, pero eso es otra cosa. Ya sea lo que se ha experimentado con “PM” (1961), con “Cecilia” (1981), o con “Alicia en el Pueblo de Maravillas” (1991), por mencionar apenas tres, lo que se manifiesta en esos casos es la fibra autoritaria de un grupo de personas que, en algún momento de la Historia, han conseguido imponer sus puntos de vista por la fuerza, sin necesidad de someter sus argumentos al escrutinio público, en una competencia transparente y simétrica.
Pero en 1963 eso que entre nosotros parece regla tuvo su excepción. Todo comenzó con un texto firmado por Julio García Espinosa en La Gaceta de Cuba, donde entre otras cosas el futuro autor de “Por un cine imperfecto” afirmaba: “Sin duda uno de los males graves que destiló el culto a la personalidad (en la URSS) fue el haber lanzado sobre la teoría esa especie de líquido fijador de conceptos. Bajo esa óptica, nunca estuvo el marxismo más cerca de la religión”.
El texto daría lugar, un mes después, a las reuniones que durante tres días sostienen “un grupo de directores y asistentes de dirección del Departamento de Programación Artística de la Empresa Estudios Cinematográficos del ICAIC”, con el fin de discutir problemas relacionados con la estética y su repercusión en la política cultural de la revolución. La propia Gaceta de Cuba publica un poco después las “Conclusiones de un debate entre cineastas cubanos”, donde puede apreciarse el claro temor a que ganara hegemonía la posición de los dogmáticos respecto al arte en la sociedad socialista. Esto lo sugiere Gutiérrez Alea en un texto que redacta y da a conocer unos días después de la reunión:
“Una última cosa sobre el documento: a nadie se le oculta que hace algunos meses se tomaron acuerdos y se hicieron determinadas manifestaciones de principio sobre cuestiones estéticas en la Unión Soviética. Esas manifestaciones y esos acuerdos resultaban altamente discutibles para la mayor parte de nosotros. Y para muchos resultaban en gran medida inaceptables. Se decía entonces que esas manifestaciones y acuerdos habían tenido lugar en la Unión Soviética y que no tenían nada que ver con la política cultural que se desarrollaría entre nosotros; la cual brotaría de nuestra propia realidad
(…)
En otra parte se estaban haciendo manifestaciones de principio acerca del arte en el socialismo y eso nos tocaba a nosotros también, por principio. Además, esas manifestaciones alcanzaban una difusión extraordinaria entre nuestros “cuadros culturales” y entre nuestros jóvenes y eran presentadas la mayor parte de las veces como verdades absolutas.
(…)
Frente a eso, nuestros puntos de vista se mantenían en pequeñas discusiones de café.
Un día decidimos encerrarnos todos en un gran salón y discutir ordenadamente y plantear nuestras dudas, de allí salió una sorpresa: había una extraña concordancia de criterios en todo lo que era necesario para llegar a una verdad cualquiera: la discusión abierta y pública”.
Habría que recordar que en los instantes en que se publica el texto, el marxismo había terminado por convertirse en la única herramienta filosófica a la que se le concedía legitimidad epistemológica. Pero la recepción del marxismo no siempre provenía de las lecturas de las fuentes originales, o de los estudios críticos que se inspiraban en los textos de Marx y Engels para proponer visiones actualizadas y no pocas veces heréticas, sino que se nutría de forma mecánica de toda una tradición de manual que imperaba en la Unión Soviética, y a través de la cual se simplificaba hasta lo grosero el pensamiento marxista.
El hecho de que en las “Palabras a los intelectuales” se hubiese dejada abierta la posibilidad del experimento formal (no así el conceptual, que había establecido con claridad los límites críticos del contenido) permitía combatir las pretensiones de aquellos que, para volver al citado texto de García-Espinosa, manipulaban, por ejemplo, el “papel del héroe positivo en las películas socialistas” convirtiendo en un peligro real “la posible desnutrición de nuestra vida intelectual”.
De esta manera, los dogmáticos, tal como lo entendían los cineastas del ICAIC, serían aquellos que no disimulaban su interés por fomentar la aniquilación arbitraria de todo aquello que no respondiese a su credo, algo fatal, pues tal como advertían en el documento “la supresión de expresiones artísticas, mediante el procedimiento de atribuir carácter de clase a las formas artísticas, lejos de propiciar el desarrollo de la lucha entre tendencias o ideas estéticas –y propiciar el desarrollo del arte-, restringe arbitrariamente las condiciones de la lucha y restringe el desarrollo del arte”.
Las reacciones, desde luego, no se hicieron esperar. Edith García Buchaca, quien consideró el documento como una suerte de manifiesto, expuso que las inquietudes de los cineastas podían estar “alentadas por quienes tratan de fundamentarlas en falsas consideraciones sobre las características esenciales de la sociedad socialista”. También Mirtha Aguirre fustigó el texto, al igual que otros, como Juan Flo y Sergio Benvenuto, en un encuentro organizado en la Escuela de Letras, con el fin de discutir entre cineastas, alumnos, y profesores, el mencionado documento.
Todo ello trajo un abundante careo en la esfera pública, con réplicas de Jorge Fraga, Gutiérrez Alea, y García Espinosa. Titón, por ejemplo, es uno de los que se muestra muy turbado con la afirmación de Benvenuto de que “el verdadero enemigo es el idealismo, no el dogmatismo” porque, se pregunta Titón, “¿quién puede negar que entre nosotros, formando parte de la Revolución, también hay católicos, por ejemplo?”, lo que le hace afirmar con energía:
“Nosotros somos marxistas o aspiramos a serlo. En el plano de la lucha ideológica no podemos asumir posiciones idealistas, por razones naturales de principio. Pero en el plano de la lucha ideológica no vamos jamás a tomar posiciones de fuerza para suprimir a aquellos que no compartan nuestro punto de vista”.
Titón tampoco está de acuerdo con ese sentimiento de culpa que intenta inyectar Flo en todos aquellos que, como él, tienen un origen burgués o pequeñoburgués, ya que “la idea del pecado original “responde a una concepción mística del dogma católico. No tiene nada que ver con el marxismo. Ni siquiera con un “dogma marxista” que algunos quisieran tener como punto de apoyo y que sencillamente no existe”. Razonamiento al que yo le incorporaría aquel otro que exponía Bertrand Russell en su libro “Ética y política en la sociedad humana”: “Una de las grandes recompensas que la creencia en el pecado ha ofrecido siempre a los virtuosos es la oportunidad de infligir dolor sin escrúpulos”.
Para Titón el rechazo a esa política reaccionaria que mina con el miedo a lo diverso todos los caminos que conducen a lo nuevo, a lo que aún no se conoce, era primordial. Veía en las manipulaciones dogmáticas de aquellos que, en nombre de la Revolución, establecían límites y prohibiciones, dictando pautas que anulaban el pensamiento por cabeza propia, el origen de un mal que podía poner en peligro el carácter humanista del socialismo. Y contra esa progresiva deshumanización se sentía moralmente obligado a dirigir sus críticas, con la misma intensidad con que las dirigía al capitalismo.
Pero por otro lado estaba el repudio a lo que pudiéramos llamar “el optimismo inútil”. El optimismo inútil es una droga altamente adictiva. Llamo optimismo inútil a esa suerte de autoengaño involuntario que no quiere reparar en el hecho de que la vida es siempre agonía, y que consecuente con esa creencia, opta por darle la espalda a la realidad tal como es ella, para describirse mundos ficticios que están siempre por llegar. Ese mismo año, cuando todavía no se habían apagado los ecos de la anterior polémica, el ICAIC comenzó a ser vapuleado por una política de exhibición fílmica que nos recordaba el perfil incurablemente trágico de la vida.
El 12 de diciembre de 1963, el actor Severino Puente escribe una carta al periódico “Hoy” preguntando sobre “ese nuevo tipo de películas que se exhiben en nuestras salas cinematográficas, en las que se muestra la corrupción o la inmoralidad de algunos países o clases sociales, pero donde nunca se resuelve nada”.
Se refería a los filmes “Accatone”, de Pier Paolo Pasolini, “La dulce vida”, de Federico Fellini, “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel, y “Alias, Gardelito”, de Lautauro Morúa, entre otras. La misiva es comentada por Blas Roca en su sección “Aclaraciones”, y su respuesta no puede ser más clara cuando, después de advertir que “nuestro pueblo vive un momento de su historia que reclama la contribución de su heroísmo, de su laboriosidad, de su ingenio, de su esfuerzo, de su espíritu de sacrificio”, dictamina que “no son los Accatones ni los Gardelitos modelos para nuestra juventud”.
No voy a comentar ahora la réplica pública de Alfredo Guevara, que es bastante conocida. Lo que me gustaría llamar la atención es sobre esa defensa del “optimismo inútil” que estaba enarbolando en aquellos momentos Blas Roca con su posición, y que no es exclusiva de una ideología específica.
En verdad, en todas las sociedades existe esa tendencia a la evasión de los problemas, y el cine ha sido esa especie de alfombra mágica que permite fugarse a esos mundos armónicos y paradisíacos. No en balde en la década del cuarenta Sartre debió salirle al paso a las abundantes objeciones que despertaba el existencialismo entre católicos y marxistas dogmáticos. La visión de la realidad como lo que es –un incesante espacio de luchas y pasiones insaciables-, provocaba entre ellos el malhumor, cuando no la desesperanza de las legiones de crédulos que estaban bajo sus respectivas influencias.
Desde luego que el optimismo es imprescindible si queremos llevar a buen puerto nuestras empresas individuales. En lo personal defiendo las utopías. Pero habría que recordar siempre que el mundo está lleno de optimistas inútiles. Y son fáciles de reconocer: todos los días tienen un proyecto distinto a desarrollar, y todos los dejan a medias. Viven, además, pagando a crédito una felicidad falsa, donde el bienestar interior se confunde con la comodidad externa que otros les han construido. Comodidad a la que parece tener derecho solo una minoría de los habitantes del planeta.
¿Cómo moverse en medio de esas posiciones extremas que van del idealismo explícito al idealismo encubierto que, desde el materialismo, nos comenta también de “consuelos metafísicos de fe, esperanza y póstuma caridad”, para decirlo como Fernando Ortiz? ¿Cómo aprender a mantener los sueños sin correr el riesgo de que nos duerman para siempre con la fábula de “la Tierra prometida”?
La única variante que encuentro aceptable es aquella que nos habla de un optimismo trágico. De un optimismo que humanice nuestro paso breve y leve por la existencia, y nos permita aprender a lidiar con el dolor creador (similar al de una madre que pare) de querer ser siempre uno mismo, y no lo que los demás esperan que uno sea.
Juan Antonio García Borrero