Una película no es solo ese conjunto de imágenes y sonidos que uno ve en la pantalla. Es también el estado de humor que se ostenta en el momento de encarar la historia. Es la edad que tenemos en el instante de apreciarla. Cada cual tiene sus propias razones para recordar con gran intensidad esta o aquella escena.
En lo personal, la película cubana que más asocio a mi infancia es 𝘈𝘷𝘦𝘯𝘵𝘶𝘳𝘢𝘴 𝘥𝘦 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘘𝘶𝘪𝘯𝘲𝘶í𝘯 (1967), con la secuencia del león haciendo estragos. Es cierto que esa película ya no la veo con la misma ingenuidad que entonces, pero no es de la película de lo que estoy hablando, sino del espectador-niño que por aquella fecha la vio. Esto me resulta un buen ejemplo de lo que antes decía sobre el hecho de que, a veces, una película se confunde con el recuerdo que tenemos del sujeto que la apreció.
Después que uno crece, ya todo cambia. Y si para colmo nos dedicamos profesionalmente a hablar de cine, el cambio implica la pérdida de la inocencia, la misma que antes nos demandaba entrar a una sala y creernos cualquier historia, por increíble que esta fuera. Aún así, en mi memoria perduran algunas secuencias y frases que, al margen del saldo final de las películas a las que pertenecen, para mí poseen el fijador de los buenos perfumes.
Mencionaré algunas, aunque no con el ánimo de establecer parámetros que en lo personal no me convencen. Advierto que ni siquiera me preocupo de reproducir literalmente lo que se dice en esas películas, sino en comentar lo que recuerdo de ellas, que siempre será más auténtico que regresar a la cinta en sí, y repetir el bocadillo.
La secuencia que tal vez más me ha impresionado del cine cubano es la del sepelio del estudiante en 𝘚𝘰𝘺 𝘊𝘶𝘣𝘢, la cinta que Kalatozov filmara en la isla en 1964. También me marcó mucho el final de 𝘊𝘭𝘢𝘯𝘥𝘦𝘴𝘵𝘪𝘯𝘰𝘴 (1987), de Fernando Pérez, así como la secuencia de la terraza en 𝘗𝘢𝘱𝘦𝘭𝘦𝘴 𝘴𝘦𝘤𝘶𝘯𝘥𝘢𝘳𝘪𝘰𝘴 (1989), de Orlando Rojas. Por otro lado, me gusta evocar los momentos iniciales de 𝘔𝘢𝘥𝘢𝘨𝘢𝘴𝘤𝘢𝘳 (1993), de Fernando Pérez, con ese grupo de ciclistas que pedalean en ralenti, como si levitaran en la Nada, o en el Tiempo, y no pocas de las escenas que Enrique Pineda Barnet rodara para 𝘓𝘢 𝘣𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘈𝘭𝘩𝘢𝘮𝘣𝘳𝘢 (1989). Sé que otros hablarán de esas secuencias ya clásicas que pertenecen al primer episodio de 𝘓𝘶𝘤í𝘢 (1968), de Humberto Solás, o 𝘔𝘦𝘮𝘰𝘳𝘪𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘭 𝘴𝘶𝘣𝘥𝘦𝘴𝘢𝘳𝘳𝘰𝘭𝘭𝘰 (1968), con Sergio mirando a través del telescopio, o el abrazo final de David y Diego en 𝘍𝘳𝘦𝘴𝘢 𝘺 𝘤𝘩𝘰𝘤𝘰𝘭𝘢𝘵𝘦 (1993).
Pero como dije al principio, este ejercicio que hago ahora tiene que ver más con la memoria emotiva, que con la racional.
𝗝𝘂𝗮𝗻 𝗔𝗻𝘁𝗼𝗻𝗶𝗼 𝗚𝗮𝗿𝗰í𝗮 𝗕𝗼𝗿𝗿𝗲𝗿𝗼