En octubre de 1991, a raíz de la crisis provocada por Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), de Daniel Díaz Torres, Alfredo Guevara se reunió por primera vez con los integrantes del ICAIC tras su regreso de Francia. La institución que había fundado se enfrentaba a la amenaza de fusionarse con el ICRT, algo que, más allá de las diferencias internas que pudiesen tener sus miembros, era rechazado de modo unánime. Líder al fin, Alfredo intentaba construir una estrategia colectiva que permitiese transformar esas amenazas en fortalezas, y soltó aquello de “Me he dejado decir el fundador. (…) Soy el fundador. (…) No quiero ser el enterrador del ICAIC”.
Como se sabe, el ICAIC logró sobrevivir en aquel período que tan pésimos recuerdos nos trae a todos los que nos tocó lidiar en los noventa. Sobrevivió como ente productor de contenidos audiovisuales. Por el camino quedó, sin embargo, la voluntad fundacional que nos hacía pensar en el ICAIC como un conjunto de cosas que incluía las películas que veíamos, las revistas que leíamos, los cines móviles que nos permitían ver proyectadas las imágenes más impensadas, y las salas cinematográficas donde disfrutábamos lo mejor de la historia del séptimo arte.
A partir de los noventa, los cines (como salas, como espacios) quedaron sin protección alguna. Ya nunca más se vieron como parte de ese gran empeño institucional que buscaba formar espectadores cada vez más críticos. Si en la capital se vieron afectadas, podemos imaginar la suerte que correrían en provincia, donde pocas veces íbamos a encontrar funcionarios capaces de defender esas salas de la misma manera que uno intenta proteger un museo, una galería de arte. Y no estoy hablando de arreglar un cine para alguna fecha puntual, sino de algo más sistemático. Para un funcionario de provincia o municipio, que no tiene a un Alfredo Guevara cerca, una sala se presta mejor para reuniones que para proyectar películas que nos hagan crecer espiritualmente.
Estoy pensando en esto porque acabo de ver el documental Patio de butacas (2016), de Claudia Claremi, que describe, desde la perspectiva de los espectadores, lo que significó el cine, como espacio social, para nuestra generación. En lo personal no estoy por la nostalgia estéril que añora el regreso de estos sitios tal como existían antes, porque eso sería negar la emergencia de nuevas prácticas culturales asociadas al desarrollo incesante de las tecnologías.
Pero es obvio que la impronta de esas maneras de asomarnos a la realidad, y construir nuestras identidades, está todavía presente en nuestros hábitos, aun cuando ya no necesitemos de una pantalla enorme para insertarnos en ese mundo imaginario que compartimos con el real.
La realizadora Claudia Claremi se las arregla para que, pese a articular su narración desde las ruinas impresionantes del cine “Casino”, el relato no se nos convierta en algo amargo. Por otro lado, tuve la suerte de ver el material unos minutos antes de tropezarme con esa maravilla que se llama La película de Camilo (2017), de Alejandra Larrea Galarza, donde un niño sueña con ser director de cine, y junto a otros de su misma edad, termina rodando algo que ha titulado El misterio de los cuatro niños.
Cuando conecto ambos documentales me pareciera que estoy levitando, gracias a la magia de ese conjunto de imágenes en movimiento acompañadas de sonido, por encima de la corta visión que a veces nos hace perder de vista la estrategia general que deberíamos diseñar, con el fin de garantizar un escenario en el cual el audiovisual encuentre maneras óptimas de producirse, distribuirse, consumirse.
Miro Patio de butacas, y de pronto me da por pensar que en Cuba el cine no está muerto, sino que lo estamos matando ahora. Pero luego veo La película de Camilo, veo la inocencia con que esos niños perciben lo que de adultos ya no somos capaces de ver, y algo de esperanza se adentra en mí. Así que cuando yo sea más grande, quiero ser como Camilo.
Juan Antonio García Borrero
