Casi siempre que se habla del cine cubano de los sesenta, suele acompañarse esa evocación con términos que aluden a una “década dorada”. Pero cuando se hace una revisión exhaustiva de lo filmado en esos diez años, como es de suponer el entusiasmo parecería más bien injustificado.
Y es lógico: una cinematografía que recién comenzaba a organizarse, a dar sus primeros pasos, no podía lograr más de lo que hizo justo hacia finales del decenio con esos clásicos que hoy conocemos (Memorias del subdesarrollo, Lucía, La primera carga al machete, los documentales de Santiago Álvarez, Nicolás Guillén Landrián, o Sara Gómez, por mencionar algunos). El grueso de esa producción de los sesenta muestra sobre todo las huellas de quien anda buscando, aprendiendo, ejercitándose.
En ese sentido, sería otra cosa hablar de los sesenta como una gran plataforma en la que fue posible la experimentación, y fueron naturales los deseos de transgredir las normas establecidas, los debates que escapaban de los límites gremiales para discutir, de tú a tú, los grandes problemas que se debatían en la esfera pública de la nación.
Uno de los ejemplos de esa efervescencia creativa, que va más allá de las excelencias estéticas a las que únicamente aspirarían los que solo conciben una Historia del arte cinematográfico a partir de las “grandes obras” o “los grandes autores”, puede apreciarse en lo realizado por el Grupo Experimental Cubanacán.

Ahora bien, más allá del detalle arqueológico, sacar a la luz la existencia de este Grupo (y de otros que todavía conocemos muy poco) tendría gran utilidad para acabar de entender que junto a la Historia radiante que solemos leer en los libros, existe esa otra que pudiéramos llamar “la Historia fangosa”, que es aquella donde realmente están ocurriendo todos esos intercambios creativos que (en forma de aciertos y errores) permitirán que, excepcionalmente, se pueda llegar a determinadas cumbres.
Cuando Pucheaux (quien entrara al ICAIC con 16 años, mucho menos que la edad promedio que hoy tendría el joven realizador que compite en las Muestras), nos describe lo que sucedía en esos terrenos de Cubanacán, con sus trabajadores (no artistas: trabajadores, en el sentido menos platónico de la palabra) ocupados todo el tiempo de lo tecnológico (algo que podía parecer una verdadera herejía digna de excomunión para aquellos que querían encontrar en el cine solo la representación del arte puro), nos está hablando de lo que, a la larga, serviría de base a lo que más tarde vimos en algunas de las grandes películas cubanas de esa década.
Pensemos en la anécdota que cuentan de Now, y el susto que pasara Santiago Álvarez con las fotos que entregara un día antes a Pepín Rodríguez, para que mediante el trucaje se construyera la secuencia del linchamiento del negro, o lo que el propio Pucheaux consigue en una de las escenas más memorables de Memorias del subdesarrollo, esa en la que Sergio se va haciendo grano en pantalla, que sería la traducción cinematográfica perfecta de lo que Desnoes había descrito en su novela cuando vaticina la nadificación del personaje, y que Titón no sabía cómo encarar desde el punto de vista audiovisual.
Pero antes de llegar al recuento de esos logros memorables, tendríamos que escarbar en aquellas tierras sobre las que el historiador y el crítico casi nunca depositaron su mirada, porque de alguna forma escapaban al imperativo que defendía el Primer Por Cuanto de la Ley que legitimaba la gestión social del ICAIC: “El cine es un arte”.
Dicho esto, voy a arriesgar ahora un punto de vista que dinamita el que hasta hace poco yo asumía como intocable, en cuanto a la comprensión de lo que ocurrió cinematográficamente en los sesenta.
Con esto no pretendo relegar a un segundo plano la importancia de los directores a la hora de concebir cada una de las películas que llegaban a las pantallas, pero pienso que es hora de que comencemos a tomar en cuenta muy en serio, esos oficios invisibles que, al margen de lo que ideológicamente se estaba discutiendo en el país (y que estaba presente en el grueso de esas cintas) proponían soluciones inéditas, no tanto en lo que de literario podía tener un guión, como a nivel de imagen y sonido, que es al final lo que define al cine como algo diferente a la literatura o al teatro.
Juan Antonio García Borrero
Webgrafía
Grupo Experimental Cubanacán, por Juan Antonio García Borrero (Blog Cine cubano, la pupila insomne)
