Por Juan Antonio García Borrero
¿Cuál es la Historia que hasta el momento hemos narrado los críticos e historiadores del cine cubano? Pues la Historia de nosotros como espectadores privados, devenidos voceros del gusto público.
En cuanto a relato literario, eso es legítimo. No pocos de esos libros ponen por delante la búsqueda de una belleza literaria, combinada con la ingeniosidad intelectual, y que va dirigida a dejar satisfechas las expectativas de un lector culto que ansía estar al tanto, aunque sea de manera somera, de lo que está pasando en el cine (si bien su cultura es más literaria que audiovisual). Más no hay que ser injustos: también la semiótica, el psicoanálisis, por mencionar dos herramientas a la que a ratos se apela, nos han servido para entender un poco mejor de qué manera las películas nos afectan.
Sin embargo, lo que todavía no hemos contado es la historia del cine cubano desde sus ángulos tecnológicos. Y eso es básico, pues antes que se hiciera la luz artística, era necesaria la cámara. ¿No fue entre otras cosas por eso que Néstor Almendros entró al ICAIC? ¿No era el único que en 1959 tenía una camarita que permitiría filmar los primeros documentales?
Pues bien, es preciso regresar a esos instantes en que la industria comenzaba a consolidar las bases de lo que después sería su edificio: hay que descender al lodo original, al Génesis fílmico que explicaría la evolución posterior. Dejemos a un lado, por un tiempo, el resplandor de la pantalla en sus mejores momentos, e intentemos descubrir de qué modo el texto audiovisual se esforzaba por alcanzar su definición mejor, y cuáles desafíos tenía por delante, cuáles obstáculos debía vencer, cuáles prejuicios dejar atrás.
Preguntémonos: ¿qué diferencias técnicas existían entre la cámara de Néstor Almendros y la que más tarde utilizaran los documentalistas que, influidos por Ivens, Marker, Christensen, comenzaron a revolucionar el modo de representación local? Y el sonido, que implicó toda una vuelta de tuerca en el devenir cinematográfico de los cincuenta (sobre todo en esos documentales que dejaban a un lado la omnipresencia del narrador para concederle voz propia a los sujetos de la mirada), ¿cómo fue interpretado en el país?, y los estudios de los incipientes técnicos cubanos en Checoslovaquia, ¿qué impronta dejó en las películas que más tarde se hicieron? Por ejemplo, ¿cuánto le debe Memorias del subdesarrollo y La primera carga al machete a ese afán de poner en práctica los conocimientos técnicos adquiridos? ¿No estaremos exagerando los críticos al concederle todo el mérito a Titón y Desnoes, cuando en el fondo la tecnología era la que mandaba?
Por ahora son preguntas que vienen sobre mí. Preguntas sin respuestas, pues esa Historia menos elegante de la industria cinematográfica en Cuba aún está por escribirse.
Juan Antonio García Borrero