Mientras que, con el cine nacional, lo que cuentan fundamentalmente son las narrativas articuladas a partir de un mapa que suele coincidir con la representación geográfica que tenemos del archipiélago cubano, y el inventario sistemático que se hace de películas y biografías, asumidas como parte de una idea conducida siempre por lo unidireccional y el Progreso, con el cuerpo audiovisual de la nación, en cambio, proponemos la construcción de un atlas en el que caben un número infinito de mapas vinculados al audiovisual cubano (mapa de las películas, mapa de los cineastas en tanto individuos, mapas de las tecnologías usadas, mapas de la literatura cinematográfica creada, mapa de los espacios de socialización, etc).
En esta nueva manera de enfrentarnos a la producción y consumo de ese conjunto de imágenes proyectadas sobre las más diversas superficies, acompañadas o no de sonido, la antigua identidad no es anulada, sino que se enriquece con la incorporación de nuevas perspectivas, sobre todo cuando se sale de ese perímetro en el cual pensábamos que solo era posible su desarrollo.
Para el Higson que retoma el tema del cine nacional en su segundo texto, la tesis de Benedict Anderson sobre las “comunidades imaginadas” se debilita cuando el autor las concibe como entes limitados y finitos, lo que implicaría un rechazo involuntario a pensarlas desde lo transnacional y el dinamismo. Nos dice Higson:
“El argumento de la «comunidad imaginada», en mi propia obra tanto como en cualquier otra parte, no siempre es receptivo hacia lo que pudiéramos llamar la contingencia o inestabilidad de lo nacional. Eso ocurre precisamente porque el proyecto nacionalista, en términos de Anderson, imagina la nación como limitada, con fronteras finitas y dotadas de sentido. El problema es que, cuando se describe un cine nacional, existe una tendencia a concentrar la atención de manera exclusiva en aquellos filmes que narran la nación sólo como ese espacio finito, limitado, habitado por una comunidad estrechamente cohesionada y unificada, cerrado a otras identidades, excepto a la nacional. O más bien, el foco de la atención está en filmes que parecen susceptibles de semejante interpretación”.
Esto es fácil de detectar en nuestras maneras de pensar el cine cubano como una suerte de circuito cerrado, donde todo es homogéneo y continuo, y la multiplicidad de componentes se acomoda de modo armónico a la idea de identidad cubana que ya teníamos prefigurada en las mentes.
Si antes de 1959, en aquel cine para hablar en cubano, según Gutiérrez Alea, era imprescindible apelar al lenguaje de los fabricantes de recuerdos para turistas tontos, ahora el lenguaje se ha enriquecido, se ha hecho más sutil, más complejo, pero de cualquier forma sigue padeciendo el imperativo de mostrar el carnet que acredita la identidad de eso que se produce, o la pertenencia a lo que ya ha sido identificado como cine cubano, aunque si exigiéramos una definición concreta de qué es lo cubano difícilmente se podría aportar.
Juan Antonio García Borrero