De la abundante producción de sarcasmos ilustrados de Bernard Shaw, hay uno que detrás de la letal ironía propone una inquietante reflexión: “Inglaterra y América son dos países divididos por la misma lengua”.
Si llevamos esto al contexto cinematográfico, pudiésemos pensar ante todo en Alfred Hitchcock, quien a pesar de filmar algunas de sus películas más relevantes en Hollywood, jamás pudo soslayar ese tono británico que acusan sus cintas, y que, dicho sea de paso, los académicos siempre objetaron de manera tácita al no concederle nunca un Oscar al mejor director.
Existe en el uso de las lenguas un indiscutible sentido de identidad, pero ello a su vez, no deja de engendrar paradojas. La lengua ayuda a hacer más irrebatible la impresión de pertenencia a un contexto. Tiene, como todo lo humano, un origen que no es posible verificar con precisión, pero el paso del tiempo, el ejercicio de la tradición, así como el carácter de imprescindible que a estas alturas ostenta su utilización, ha terminado por naturalizar su existencia como recurso identitario.
Aunque nos cuesta muchísimo aprender el idioma del país que habitamos (y raras veces se logra dominar del todo, por cierto) llegamos a pensar que es natural que ciertas personas hablen inglés, unas segundas español, y unas terceras francés. Se piensa en el idioma como si ello fuera un regalo providencial, y no un proceso de largo aprendizaje e imposición cultural. En realidad, uno no habla el idioma que quiere o más le gusta, sino el que las circunstancias (desde pequeños) nos enseñan (obligan) a utilizar. En otras palabras: no hablamos el idioma universal de Dios, sino el que nuestros padres a su vez han heredado de los suyos, que más humanos no pueden ser.
El carácter “nacional” de las películas, en buena medida se apoya en el uso que hacen estas del idioma con que nos relacionamos a diario. Para un cubano, es inconcebible que una película nacional sea hablada originalmente en inglés, aún cuando el asunto que describa y las locaciones que utilicen sean las del país de origen. Cuando eso sucede, incluso con grandes “estrellas cubanas” en los protagónicos (dígase Andy García o Tomás Milián), de inmediato se piensa que es una producción norteamericana sobre el tema cubano. Pero no una película propiamente “cubana”. Quizás sea ese rechazo inconsciente al idioma foráneo lo que haya convertido a “De espaldas” (1957) de Mario Barral, cinta filmada originalmente en inglés, en una de las ilustres desconocidas de la historia del cine cubano, no obstante resultar hasta una suerte de borrador involuntario de Memorias del subdesarrollo.
Mirado en profundidad, el uso del idioma no es lo que determina la nacionalidad de una película, aún cuando influya en el modo en que el público nacional se apropia de esta, y la hace o no suya. Pierre Sorlin ha sabido argumentar algunos de estos inconvenientes cuando afirma que,
“(…) la lengua empleada en los filmes es generalmente una lengua escrita, literaria, incluso cuando imita un habla popular: es una concepción aceptada por el público como parte del espectáculo. Las películas más populares en el Magreb son las producciones egipcias en árabe clásico. A los espectadores, que se expresan en variedades dialectales, no les molesta la distancia que separa la lengua que ellos emplean y la que les ofrece el cine y lo mismo ocurre cuando aparecen distintos registros idiomáticos. Basta pensar que un filme en inglés puede no ser ni americano ni inglés para ver que la lengua no identifica nunca irrefutablemente la nacionalidad de un filme.”
La discusión de este asunto nos remite directamente al tema de los filmes rodados por cubanos que viven en países donde no se habla de manera predominante el español. ¿Es una película como La ciudad perdida (The Lost City/ 2006) de Andy García, menos cubana que Guantanamera (1995), tan solo porque fue rodada en inglés, y más allá de la isla? El ejemplo tal vez no sea el más ilustrativo, pues la presencia de varias estrellas norteamericanas en el filme de Andy García nos pudiera hacer pensar que se trata de una producción típica de Hollywood (no lo es, en tanto el realizador la financió con dinero independiente de los grandes estudios), y en tal sentido, tal vez sea mejor apelar a cintas menos costosas como Sexgunsmoney@20 (2002), de Orestes Matacena, o Cucarachas rojas (2005), de Miguel Coyula, para preguntarnos si el uso del inglés que estos hacen para conformar una historia que tampoco se refiere a Cuba, los excluye de su condición de cineastas cubanos.
Tanto Orestes Matacena como Ramón Menéndez (Stand and Deliver/ 1987), por mencionar dos realizadores nacidos en la isla, tienen en común el hecho de utilizar una lengua (para el caso el inglés), y que cuentan historias que, aún cuando se desenvuelvan en el contexto estadounidense, no serán jamás reconocidas como “norteamericanas”.
¿Dónde ubicar esas películas entonces?, ¿qué respuesta tiene el actual historiador del cine cubano para estos casos donde es posible detectar un miembro de esa comunidad imaginada que llamamos “nación” realizando cine más allá de la isla, pero en otro idioma distinto al español, y a veces sin referencias al contexto cubano?, ¿Cómo evitar que esa obra colectiva siga levitando en un “no lugar” historiográfico que recuerda, por su indolente levedad, las piruetas de aquella etérea y veleidosa plumita de Forrest Gump?
Juan Antonio García Borrero