Por Juan Antonio García Borrero
Entre los numerosos estudios que ha tenido el cine cubano en los últimos tiempos, sobresalen las contribuciones del investigador francés Emmanuel Vincenot, cuyas pesquisas en la base de datos del American Film Institute (AFI), la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, los archivos de la UCLA, así como en la prensa estadounidense de la época, han permitido reconstruir ese momento fundacional en que en las primeras décadas del siglo pasado, los realizadores del país norteño comienzan a filmar en la isla, sembrando las primeras semillas de lo que, a partir de ese instante, será permanente interacción simbólica entre productores de cine norteamericano y consumidores cubanos del mismo.
Tal es la relevancia de esos estudios realizados por Vincenot, que en su monumental “Cronología del cine cubano”, sus autores Luciano Castillo y Arturo Agramonte, ante la imposibilidad de acceder a las fuentes mencionadas, ofrecen una versión sintetizada del texto escrito por el francés. Para quienes vemos “la Historia” como mucho más que un simple relato de lo sucedido, con fotos fijas del pasado que se suceden inertes y se acumulan como si se tratara de un frío museo, es decir, para quienes vemos la Historia como una plataforma interactiva que nos permite acceder a los siempre fluidos universos simbólicos de las épocas, investigaciones como estas posibilitan enriquecer la percepción de esas fechas remotas.

En el caso del cine cubano, si el uso del cinematógrafo en la guerra hispano-cubano-norteamericana de 1898 por parte de los Estados Unidos, consiguió construir una imagen mesiánica del poderoso país que con el tiempo alcanzaría rango global, es de sospechar que tras la ocupación militar, ese mismo cine se pondría en función de legitimar modos de vida que competían abiertamente con las maneras coloniales representadas por la España perdedora. Para ello, nada mejor que otorgarle a lo que había nacido simbolizando lo bélico, el carácter de embajador cultural de aquello que prometía la modernidad estadounidense.
Aunque el “sistema de estrellas” tal como hoy lo conocemos, todavía no se había consolidado de la mano de Carl Laemmle, ya alrededor de los relatos cinematográficos comenzaban a acumularse las recepciones míticas, siendo actrices al estilo de Florence Lawrence y Mary Pickford, los dispositivos que, por entonces, más rentabilidad entregaban en ese juego simbólico.
Precisamente el productor Laemmle, quien recién había creado la empresa Independent Motion Pictures Co. Of America (IMP), viajó a La Habana en febrero de 1911 con el fin producir una serie de filmes (23 en total) que luego serían estrenados con gran éxito en los Estados Unidos. Junto a Laemmle, que permaneció en la isla nueve meses, vendrían un nutrido grupo de directores (como Thomas H. Ince), actores, actrices y técnicos, y entre ellos sobresalía Mary Pickford (Toronto, 1892 – Santa Mónica, 1979), la archipopular “novia de América”, uno de los primeros íconos cinematográficos que consiguió imponerse más allá de los Estados Unidos, y que protagonizaría la mayoría de esos cortos.
En el enfoque tradicional de la historia del cine, las películas interpretadas por la Pickford en La Habana (quien ya estaba en vísperas de convertirse en la gran mujer de negocios que fue a la larga, además de actriz), serían tal vez la parte menos importante de una carrera artística coronada con el premio Oscar de actuación en 1929 gracias a su interpretación en Coquette, de Sam Taylor. En verdad, estos brevísimos filmes rodados en Cuba ejemplifican las llamadas narraciones cinematográficas de transición, esas donde se ha logrado superar el carácter de improvisación de los primeros materiales rodados con una cámara, pero donde todavía no se ha consolidado un lenguaje que terminará asociado al llamado cine clásico. En términos anecdóticos, incluso, según los historiadores Luciano Castillo y Arturo Agramonte:
“Mary Pickford no conservó un buen recuerdo de ese viaje a Cuba, sobre todo por las tensiones que pronto surgieron entre ella y su recién estrenado marido, con quien actuara en algunos de estos cortos. Es posible también que las películas en las cuales participó le parecieran muy inferiores en calidad a las filmadas a las órdenes de Griffith para la compañía Biograph”.

En tal sentido, sería interesante reflexionar sobre la presencia de Mary Pickford en La Habana, pero no en el marco estricto de la historia del cine, sino en un contexto mayor donde estarían en juego esos intercambios culturales que, más allá de las excluyentes confrontaciones políticas, han permanecido todo el tiempo en la relación establecida entre Cuba y Estados Unidos. Esta perspectiva apenas se ha ensayado, pues como apunta la investigadora Ana López, “los estudios sobre las estrellas norteamericanas pocas veces reconocen sus incursiones en otros cines nacionales o las repercusiones del estrellato, de Hollywood o no, en distintos contextos culturales”.
Siempre será difícil llegar a una conclusión en cuanto a la recepción colectiva de determinados símbolos. Mucho más si, como en el cine, no hay un espectador único, y la experiencia de consumo estará determinada por variadas circunstancias. En el caso de la heroína que en aquellos instantes encarnaba la Pickford (la muchacha ingenua, de noble corazón, y a la que se debía proteger), quizás tenía que ver con el prototipo de mujer cubana que la mirada hollywoodense asociaba a una nación que recién comenzaba a existir, en virtud de la proclamada República de 1902.
Al mismo tiempo, Cuba, como locación, parecía destinada a cumplir el papel de un lugar donde el exceso de sensualidad ponía en peligro todas las sagradas instituciones de aquel país tan civilizado (en Artful Kate Mary Pickford descubre la infidelidad del esposo que ha viajado a La Habana como marino, y lo perdona a su regreso). Por otro lado, en estos cortos producidos por IMP, a veces la geografía termina siendo un disparate (según Castillo y Agramonte, “el director Thomas H. Ince desconoce tanto la realidad nacional que uno de sus protagonistas viste charro mexicano, con chaleco y sombrero alón”).
Acostumbrados como estamos a pensar la cultura cubana solo tomando en cuenta sus componentes aborígenes, hispánicos, africanos, o chinos, por mencionar los que más se resaltan, hemos perdido de vista el análisis crítico de lo que mutuamente se han estado aportando las expresiones culturales de ambos países. El cine, junto al beisbol y la música, permanece como una de las expresiones que más ha impactado en nuestro imaginario colectivo, de allí que regresar a los orígenes de esa fascinación mutua, podría contribuir a enriquecer, en vez de mutilar, esos inevitables intercambios.
Nota: Publicado originalmente en el sitio Progreso Semanal, y luego en el blog Cine cubano, la pupila insomne.