Llego tarde al homenaje que le hacen a Senel Paz por el Premio Nacional de Cine 2020, compartido con Paco Prats, otro grande del audiovisual cubano.
A Senel Paz (o más puntual, a Fresa y chocolate) le debo una suerte de giro copernicano en lo que sería mi percepción ética de la convivencia entre cubanos. Antes de la película, solía enseñorearme con mi punto de vista más personal, sin prestarle demasiada atención a lo que quienes pensaban diferente a mí podían argumentar, en razón de sus propias experiencias de vida.
Fresa y chocolate (y el cuento original escrito por Senel)deberían ser textos de estudio obligatorio en nuestras escuelas. Deberíamos comprometernos en enseñarles a los hijos de nuestros hijos que se pueden defender los principios, sin necesidad de declarar “enemigos” a quienes tengan un punto de vista contrario.
Me dirán que soy un idealista. Que en Cuba jamás lograremos construir entornos donde se discutan las ideas, pero queden a salvo los individuos. Y es cierto: va a ser difícil lograrlo a largo plazo. Hay demasiada soberbia en algunos, combinada con una descomunal ausencia de empatía.
Sin embargo, a mí Fresa y chocolate me enseñó varias cosas, que, si bien no aminoran mi pesimismo, me hacen entender la lucidez de Lezama cuando hablaba de “los cotos de mayor realeza”. “La Guarida” de Diego y David devienen el mejor ejemplo de eso: no podemos evitar que el mundo disfrute de lo irracional, pero como individuos podemos escoger no sumarnos al sinsentido, y construir espacios de interlocución civilizada, aunque participen apenas dos personas.
A raíz de los dramáticos sucesos que estamos viviendo, yo he dejado clara mi posición: no me identifico ni me identificaré con los que apelan a solucionar nuestros problemas requiriendo la injerencia de gobiernos extranjeros, y mucho menos incitando a una violencia social que a la larga nos pasará factura a todos.
Pero tampoco me siento identificado con los que fomentan el bullying y la descalificación moral de los adversarios, y terminan formando parte de ese sectarismo que fue combatido en este país a finales de los sesenta del siglo pasado, y ahora parece resurgir impune. Y me parece de pésimo gusto que alguien que no esté de acuerdo conmigo llegue hasta mí gritando que estoy equivocado, sin que al menos le pase por la cabeza que tal vez se trate de interpretaciones diversas: la ignorancia tiene maneras muy sofisticadas de hacernos su presa, pero nos deja peor parados cuando habla en voz alta y dando golpes en la mesa.
Así que, idealista al fin, me he creado mi propia Guarida, a la que solo están invitados los que hablen de la fraternidad con el mismo entusiasmo que de la justicia social y la igualdad. Senel no sabe, por supuesto, que es uno de mis invitados permanentes. Que muchas veces son sus personajes, o él mismo, los que me invitan a escribir sobre mis angustias, mis alegrías ciudadanas, al igual que Tomás Gutiérrez Alea, Alfredo Guevara, Julio García-Espinosa, Humberto Solás, Juan Carlos Tabío, Desiderio Navarro, o Fernando Pérez, entre otros.
Esto que comparto a continuación lo escribí hace algún tiempo, pero me parece que fue escrito ayer. Releyéndolo noto que en aquel momento cometí un error descomunal, al escribir de Fresa y chocolate pensando solo en Titón y Tabío como los máximos responsables de lo logrado. Hoy sabemos que un buen guión es la base de todo. Así que el escrito se lo debo ante todo a Senel Paz, la persona que junto al resto de los realizadores de Fresa y chocolate iniciaron dentro del cine cubano lo que llamo “la tradición del abrazo”. Sí, porque fue con Fresa y chocolate que por primera vez el abrazo entre cubanos que piensan diferente, cobraba relevancia dramática, y por ello mismo, el carácter de una profecía que imagina lo que sería un verdadero abrazo nacional. Aquí está, pues, corregido, y dedicado con todas sus letras a Senel Paz.
JAGB
¿PARA QUÉ SIRVE UN DIÁLOGO?
Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez-Alea y Juan Carlos Tabío,es una de mis películas cubanas favoritas. Tuve oportunidad de apreciarla aquella noche que se proyectara por primera vez al público en el Karl Marx en la apertura del Festival de La Habana. A cada rato la vuelvo a ver, y me sigue gustando, pero tengo la impresión de que ya no es la misma película que vi en aquel diciembre de 1993, donde los apagones parecían la regla: es lógico, tampoco es el mismo país; muchos de mis vecinos de luneta de entonces ya no están (empezando por Titón); pero sobre todo, el individuo que ahora evoca aquella proyección siguió cambiando todo el tiempo (yo no “he sido” ni “soy”, sino que mientras viva estoy “siendo”).
Quienes vieron Fresa y chocolate aquella noche hoy memorable no podían sospechar que se enfrentaban a algo que, con el tiempo, se convertiría en un clásico. Sencillamente aceptaron entrar a un mundo donde Senel Paz, Titón y Juan Carlos Tabío nos proponían el uso de algo que entre nosotros (los cubanos de la isla, pero también los que están regados por todo el planeta) apenas nos gusta usar: el diálogo.
Los cubanos somos más bien adictos al monólogo interminable. Tenemos una debilidad extraordinaria por esas asambleas donde podemos pedir la palabra, y exponer con gran énfasis nuestros criterios, esos que generalmente consideramos serán los que harán la diferencia, los que serán citados más tarde en la prensa nacional.
De allí que tasemos las intervenciones de quienes nos antecedieron por la impaciencia que provoca en nosotros la espera para tomar la palabra. Esa ansiedad es tan ruidosa que no nos deja escuchar nada de lo que están hablando a nuestro alrededor. Y cuando ya por fin logramos hablar, borramos de inmediato lo que se dijo y empezamos con nuestro monólogo, que deja en la oscuridad todas las preguntas y problemas a resolver que quizás se plantearon antes. A su vez, el que viene detrás, hace lo mismo, y así hasta el infinito.
Fresa y chocolate fue la primera película cubana que mostró en pantalla a dos cubanos con visiones diferentes del mundo y de la sociedad donde vivían, apelando al diálogo. La gente todavía habla de que se trata de nuestra primera película gay, pero yo pienso que reducirla a esa única dimensión es empobrecer su importancia. En realidad, esta es una película que nos comenta de las ventajas del diálogo como dispositivo social que puede ayudar a articular de un modo más civilizado las contradicciones que siempre estarán presentes en la realidad.
Un análisis de la construcción de la secuencia final sacaría a la luz el tremendo talento de Titón y Tabío, quienes consiguen emocionarnos con recursos mínimos, allí donde otros realizadores habrían apelado a la exaltación melodramática: vemos a Diego todo el tiempo de espaldas, su confesión desgranada en medio del intenso silencio, la hermosísima música de José María Vitier ascendiendo en la misma medida en que el abrazo final germina ante nuestros ojos, y el cortebruscoa los créditos que suben…
No soy ingenuo. Ese abrazo final entre Diego y David sigue siendo uno de los momentos más emotivos logrados en la cinematografía nacional, pero es una suerte de instantánea a lo que muchos soñamos, y llamamos reconciliación nacional. Mas instantánea al fin, no es fiel a “lo Real”, que ya sabemos que no es lo mismo que la “realidad” construida por los humanos.
Foucault se quejó alguna vez de que la semiótica esquivaba de la realidad “el carácter violento, sangrante, mortal, reduciéndolo a la forma apacible y platónica del lenguaje y del diálogo”. Detrás de toda hegemonía cultural se esconde algo de esa pretensión platónica. Que en un sistema como el capitalista donde las relaciones de poder siguen excluyendo de una vida digna a millones de personas, y estas perciban esta precariedad existencial como algo natural gracias a una cultura donde las desigualdades se legitiman a partir de lo que han logrado los menos, o se disfrazan como si de un videojuego se tratara, ya nos habla de hasta qué punto ha terminado siendo eficaz el narcótico.
Sin embargo, habría que pensar también en qué sería hoy el mundo si prescindiéramos del diálogo, y nuestras diferencias sociales solo se pudiesen resolver mediante las imposiciones, los autoritarismos, y las descalificaciones violentas de quienes tienen convicciones diferentes.
Por supuesto, es real que los problemas de los cubanos no se resuelven con un simple abrazo entre los que piensan distinto: eso sería una solución pasajera, y nada realista. Necesitamos que los diálogos ganen en calidad (tenemos que aprender a escuchar las razones del otro, por ejemplo), pero necesitamos que al diálogo le siga el debate efectivo que consiga llevar a la práctica las excelencias de esas ideas discutidas. Sin práctica donde medir la validez de esas ideas (recordar a Marx), todo se quedaría en la divagación escolástica.
Entonces, ¿para qué sirve el diálogo? Una respuesta elemental aludiría a lo básicamente comunicativo. Un diálogo, en efecto, sirve para intercambiar los “Buenos días” con alguien que ha vivido veinte años al lado de nuestra casa, y nunca ha dejado de ser un extraño. Pero para mí la importancia del diálogo más auténtico (el más difícil de construir) es que nos permite crecer como seres humanos a través del cultivo de la buena conversación, algo que lamentablemente se está perdiendo a nivel de sociedad (no se pueden comparar las antiguas tertulias de café con los intercambios que hoy se viven en las redes sociales).
Claro, que en una buena conversación no valen tanto los individuos por sus nombres propios, como las preguntas y respuestas que estos sepan poner a salvo del lugar común. Como apuntaría Gadamer:
“Ello se debe a que el juego transparente de pregunta y respuesta no tiene lugar entre personas que saben sino entre personas que preguntan. Sócrates parece confirmar verdaderamente que basta uno solo para llevar una conversación. Sin embargo, el verdadero arte de llevar una conversación es aquel en el que ambos interlocutores se ven llevados. Esta es entonces una verdadera conversación, una conversación que lleva a algo”.
Lo que Diego y David nos ofrecieron desde hace años en Fresa y chocolate fue una clase de buena conversación, de diálogo inteligente y productivo. Y la prueba más contundente que tengo es que, minutos después de haberla visto, ya nunca más fui el mismo.
Juan Antonio García Borrero