Tomás Gutiérrez Alea: las cartas sobre la mesa

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Mirtha Ibarra ha tenido la gentileza de invitarme a la presentación habanera del epistolario de Titón. Al principio decliné su invitación unas tres veces. Primero, porque me parece que no puedo aportar mucho más de lo que ya escribí en el prólogo. Y segundo, porque me seduce cada vez menos figurar en los espacios públicos.

Esto no significa que no le conceda importancia a los debates que puedan protagonizarse más allá de la esfera privada. Todo lo contrario, y eso lo aprendí de Titón: creo firmemente que la sociedad cubana mejorará en la misma medida que sus miembros superemos esa asignatura pendiente entre nosotros que se llama “cultura del debate público”.

Sin embargo, los que hayan tenido el privilegio de conocer a Mirtha Ibarra saben que este tipo de resistencia está condenada al fracaso. Su talento histriónico compite de manera bastante reñida, con ese otro que llamaremos “talento para insistir”. No sé cómo lo logra, pero lo logra. Como consecuencia de ello, ahora estoy aquí, intentando hilvanar en un par de cuartillas algunas ideas sobre estas cartas que, de un tiempo a acá, se han convertido en un punto de referencia insoslayable para mí.

Gracias a Mirtha Ibarra, poseo un ejemplar de “La imaginación sociológica”, un libro de Charles Wright Mills, publicado en Cuba en 1969. Ese ejemplar pertenecía a la biblioteca de Tomás Gutiérrez Alea, como lo prueba el “TGA” que aparece con letra menuda en la primera página, pero tiene un valor añadido porque a lo largo del ensayo, pueden encontrarse huellas del pensamiento de Titón, quien iba subrayando aquellos pasajes que le interesaban, o haciendo pequeñas anotaciones al margen.

De esa intensa marginalia me llamó la atención una idea expuesta por Mills que merecería ser tenida en cuenta con más frecuencia, y que a juzgar por el subrayado de Alea, parece haberlo atrapado también a él. Decía Mills: “No hay vínculo entre la intención de un individuo y el resultado sumario de sus innumerables decisiones. Los acontecimientos están más allá de las decisiones humanas: la historia se hace a espaldas de los hombres”.

He intentado adivinar qué podía significar una idea como esa en la Cuba del año 1970. Sobre todo, qué podía significar para un cubano como Titón, que creía firmemente en la Historia como algo unidireccional, siempre asociado al Progreso y al Humanismo. Hoy si alguien nos dice que “la historia se hace a espaldas de los hombres” seguramente no provocará ningún escándalo, puesto que los últimos veinte años han estado saturados de este tipo de evidencia. Pero en los setenta, una afirmación así era todavía una herejía de dimensiones descomunales. Poner en duda lo que aseguraba altisonante la izquierda, con su gran Meca ideológica en la extinta Unión Soviética, era poner en duda al universo.

Los seres humanos (sobre todo aquellos que, siempre en mayoría, todavía habitan las zonas menos lujosas del planeta), confiaban en aquellos líderes que hablaban de la justicia social como una prioridad. Muchas de esas personas no temieron sustituir al Dios de siempre por un nuevo Dios llamado “Historia”, toda vez que se fiaban de una razón histórica que a la larga terminaría imponiendo el milagro de la equidad. Para decirlo como el propio Titón: por aquella fecha, “(m)uchos intelectuales proclamaban solemnemente su decisión de suicidarse como clase. Muy pocos lo hicieron verdaderamente, pero en ese momento cualquiera hubiera podido creerles porque todo lo que estaba sucediendo era insólito y hermoso. Demasiado hermoso

Tratándose de Titón, sé que todo lo que se hable en dos cuartillas corre el riesgo de que se interprete a la ligera. Su pensamiento (que, es decir: sus películas) se han nutrido, y a su vez, han alimentado, esas paradojas que conforman nuestra condición humana. Por eso se agradecen tanto estas cartas donde descubrimos al Gutiérrez Alea más humano. Al que muestra su alegría por el resultado de una película, pero también sus frustraciones y sus rabias ante un estado de cosas que se empeñó en corregir.

Hace poco alguien me reprochó lo que llamó mi “obsesión con los sesenta”. Pero en realidad, lo que esa persona llama “obsesión” es algo mucho más complejo que adicción enfermiza al pasado. En modo alguno me interesaría regresar a aquella etapa ya superada, toda vez que, por suerte, la vida no se ha detenido. Pero sí me sigue obsesionando, de aquella etapa, esa visión de grupo alrededor del cine cubano, donde las diferencias entre los sujetos, no invalidaba la complicidad ante una meta común: el fomento de un cine verdaderamente herético.

¿Cómo se podría lograr eso de nuevo? Desde luego que, haciendo mucho cine, pero también discutiendo, sin prejuicio, ese cine. Aprendiendo a mirarlo del modo en que mejor se demuestra que algo nos apasiona: con vehemencia, pero también con tolerancia hacia aquellos puntos de vistas que no coinciden con el nuestro. En este sentido, estas cartas salvadas por Mirtha Ibarra son un buen ejemplo a estudiar. Sinceras hasta el dolor, en no pocas ocasiones, pero por eso mismo, auténticas, ellas no resultan más que una parte de esa actitud que en Gutiérrez Alea siempre fue una tradición: saber poner, todo el tiempo, las cartas sobre la mesa.

Juan Antonio García Borrero

(Palabras leídas en la presentación del libro “Tomás Gutiérrez Alea. Volver sobre mis pasos” – editorial UNION, el 11 de diciembre de 2008, en la sala Villena de la UNEAC).   

Nota:

1) Tomás Gutiérrez Alea. Apéndice: Memorias de Memorias… En “Dialéctica del espectador”. Ediciones Unión, 1982, La Habana, p 59.